17.12.03

La especie más apta.


Su aspecto casi no había cambiado en muchas generaciones, varias de las cuales eran consideradas como perdidas por su nula aportación al desarrollo humano. Las paredes manchadas de graffiti o tapizadas con todo tipo de propaganda, basura pudriéndose en cualquier sitio, menos en contenedores que los vagabundos usaban como casa u hoguera. Industrias marginales de bajos salarios o prohibidas en otros países, arrojaban vapores insanos que devoraban la existencia de los habitantes y las volvían oscuridades tan profundas, que llegaban a sus cerebros en forma de depresión.

Sin un reloj, era difícil distinguir el día y la noche en Ciudad Industrial.

En la parte de los viejos suburbios, los restos de algunas casas que se negaban a caer por completo eran ahogados por arbustos y desperdicios. Una lluvia pasajera caía con su toque ácido y carcomía todo lentamente. El calor se vistió de humedad y liberó una pestilencia insoportable. Del tamaño de perros pequeños, las ratas hurgaban el aire con sus narices de ásperos bigotes en busca de comida. El aullido de una sirena se acercó. Hubo un chillido de alarma y pronto todas corrieron cargando en sus estómagos vacíos la frustración del hambre. Detrás de ellas, se oían quejidos apenas audibles, apenas humanos.

En un cerro invadido por tejabanes cayeron los últimos relámpagos, dejó de llover. Las hierbas se agitaban a los lados porque del terreno baldío donde antes merodeaban las ratas, un cuerpo maltrecho salió tropezando consigo mismo y cayó al suelo sin meter las manos. Después de arrastrarse al borde de la banqueta agrietada por el abandono, el hombre se sentó. Le faltaba algo, no sabía aún que era, pero podía sentirlo mientras una sensación nauseabunda resbalaba por su aliento.
Los mejores años habían pasado para la patrulla que le arrojaba las luces en la cara. Tres personas en armaduras de polímero antibalas bajaron del vehículo. Uno de ellos, con una cruz verde mal pintada en el casco de acero reforzado, cargaba un maletín de primeros auxilios, los otros dos eran policías. Parecían expulsados de la cuarta guerra mundial. Todos con armas retadoras de donde emergía, en forma de municiones expansivas, un aura de silencio, la misma que cubría los crematorios y cementerios de la ciudad.
El hombre escuchó una voz cansada saliendo de un pozo profundo, supo que faltaba su memoria cuando el paramédico preguntó su nombre y no supo que responderle. Sentía miles de pasos recorrer su cuerpo por dentro, desde y hacia un punto desconocido. En la oscuridad que era el casco del paramédico podía ver reflejada su mirada perdida, y como unas manchas de color café salían de sus ojos para moverse por su cara.
Durante la revisión, uno de los oficiales con el número 1723 en su uniforme estuvo apuntándole todo el tiempo. Era mejor comunicarse por medio de los números de placa para no congeniar, conocer el nombre de los compañeros incitaba a la debilidad en un trabajo tan duro. El otro oficial -5684 era su número- detectó un bulto de apariencia irregular entre las sombras, al parecer había un cuerpo en el terreno. Quizás, en vez de un asalto, se trataba de un pleito de ebrios o drogadictos con final homicida
Dijeron al paramédico que vigilara al ahora sospechoso y estuviera alerta. Se adentraron varios metros en el terreno hasta perderse de vista.

1723 silbaba una tonada vallenata con el arma en posición semiautomática, 5684 cubría los flancos y su respiración empañaba el visor del casco.
Sobre ellos, a varios metros de altura, uno de tantos dirigibles anunciaba peleas de perros en pago por evento, patrocinadas por una marca alienígena de cerveza. Las densas nubes nocturnas enroscaban al dirigible y absorbían perezosamente sus luces de plasma.
La silueta tomaba una forma mas definida en las pantallas de los cascos, donde un número a la izquierda mostró una termografía muy baja, suficiente para ser la de un cadáver. Los filtros de aire fueron incapaces de quitar la peste que se metió en sus trajes impregnándolos. Estaba bocabajo y carcomido de varias partes, la lluvia le dio peor aspecto formando un charco entre rojizo y negro a su derredor.
Mientras 5684 vigilaba o parecía hacerlo, el otro oficial pensaba en que algo era familiar en ese cuerpo pero no podía precisar qué. Sin saber por donde, una especie de silbido salió del cadáver, un sonido parecido al vacío que succiona el aire de un espacio cerrado. Como un globo, el cuerpo empezó a desinflarse provocando que ambos se quitaran los cascos para vomitar. Se perdió el contacto de radio con el paramédico. No estaban acostumbrados a la oscuridad sin el equipo de visión nocturna, quizás por eso no creían que una cucaracha del tamaño de un zapato salía por el oído del cadáver, dilatándolo hasta reventar.
Ambos se miraron estupefactos aún limpiándose los restos de una cena chatarra, maldijeron su suerte y de un tiro destrozaron al insecto.
Los cascos en el suelo emitían una señal de audio que no escucharon, se perdieron las últimas palabras del paramédico en un chillido húmedo de sus propias entrañas.

1723 halló su casco, se agachó a recogerlo y vio un pie descalzo junto a él.
Lentamente subió la mirada, era el hombre de la banqueta llevando una masa sanguinolenta en su mano derecha de donde sobresalía apenas una cruz verde. 5684 no veía nada porque estaba tratando de voltear al cuerpo para buscar alguna identificación.
El rostro del hombre se volvió de color café, en un parpadeo cientos de cucarachas se lanzaron a la garganta de 1723 agitando sus alas, moviendo miles de veces antenas, bocas, patas; hasta asfixiarlo. Apenas hizo ruido.
Cuando 5684 pudo voltear el cadáver, halló que era idéntico al hombre de la banqueta. Preguntó a su compañero si había hallado los cascos, el silencio le golpeó duro en la boca del estómago, pero no tan duro como el horror de verlo cubierto de cucarachas, mientras una idéntica a la que habían matado salía de su boca. Intentó repetir el tratamiento pero una marea de insectos cayeron sobre su espalda derribándolo, su mano se cerró en un puñado de tierra mojada a centímetros del arma. Minutos después el hombre de la banqueta tenía en su interior tres memorias. De las emociones no quedaba nada.
Caminó de nuevo fuera del lote baldío pero esta vez con seguridad. Al pasar frente al vehículo sus luces dieron de lleno en su brazo, que se desintegró y volvió a formarse cuando entró a la oscuridad.

Cerca de alguna hora después, volvieron. Eran menos ratas de las que salieron de su guarida y su hambre aún no estaba del todo satisfecha.
Su olfato las guío a la banqueta y al baldío.







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