8.12.03

sabes que esta historia es tuya, yo solo acomodé las letras...

--------------------------------------------------

Cada final encierra un principio.

El tercer piso de un antiguo edificio de oficinas, en el cruce de calles que han cambiado varias veces de nombre, alberga al taller de César. Ahí los cuerpos se decoran al gusto de sus clientes, coleccionistas de formas coloridas y adornos metálicos traspasando la carne.


Adriana había soñado despierta una mariposa que cambiaba sus colores cuando platicaba con ella, las cosas habladas se olvidaban al despertar, pero regresaban con el vuelo del insecto. Solo existía una forma para retener esas ideas por siempre: llevaría la mariposa consigo en un tatuaje que cubriera la parte final de su espalda, así nunca mas se alejaría. Hizo una cita que pospuso dos veces.


El taller asemejaba una colmena por los zumbidos de máquinas perforadoras
trabajando la piel de seis personas, adelante de ella había otras cinco. Hojeó los catálogos viendo imágenes, pesadillas, paisajes y locuras de la imaginación humana. Sobre el marco de la puerta que separaba las mesas de trabajo y la
sala de espera, colgaba un pergamino de extraños caracteres enmarcado con raíces. Preguntó a la recepcionista. Se trataba de un acertijo de César, aquella persona capaz de descifrar el mensaje oculto del pergamino, ganaría un premio, una sorpresa. Muchos habían tratado pero esos caracteres no tenían parecido con ningún alfabeto. Las paredes mostraban mas diseños; sin orden aparente convivían imágenes religiosas y demoniacas, flores con serpientes, cráneos en llamas al lado de figuras mitológicas, desnudos con dedicatoria en letras góticas.

Afuera, Ciudad Industrial se consumía en la primavera más calurosa en veinte años.


Atravesó la ventana, sin mover casi las alas, sus colores rotaban al compás de la respiración tranquila de Adriana. Se posó en varias imágenes de las paredes, con la mirada siguiendo su aleteo silencioso, sin prisas porque el tiempo parecía tomar un descanso y las dejaba volar a las dos, una de ellas ni siquiera se levantó de la silla.

La sala de espera se puso de cabeza, varios símbolos que la mariposa había tocado antes de posarse sobre la rodilla derecha de Adriana, coincidían con los caracteres del acertijo. Sintió necesidad de parpadear, al hacerlo cada símbolo se desdobló en una letra, el sentido dio a luz un mensaje firmado con una advertencia, todo enmarcado con raíces.
Adriana reaccionó cuando la recepcionista dijo por tercera vez que era su turno.

Tenía la respuesta al acertijo, pero solo podía decírselo a César. Las máquinas dejaron de trabajar, uno de los tatuadores dejó a medias un árbol bonsái y fue a tocar la puerta del privado. Adriana pasó a una obscuridad que no asustaba, al menos no tanto como la habitación y el aura de su dueño. La luz se hizo al sonar una palmada.


César parecía un trozo más de las paredes que de repente había tomado vida, saltando de cualquier parte de la habitación para tatuar a las personas, y enseñar a otros como hacerlo. Los colores eran tan brillantes que parecían recién aplicados, sus dibujos eran una mezcla de eras históricas. Cada uno de los sentidos estaba perforado en su cuerpo, las orejas tenían arracadas; cuando habló para saludarla, ella pudo ver el tímido brillo de una esfera en su lengua, dos clavos atravesaban su nariz, a través de las cejas un tornillo se abría paso.

El humo del incienso bailaba hasta desaparecer, olía a recuerdos. La voz que le
invitaba a sentarse, sonaba con deseos de perderse lo antes posible. Los muros impedían que el sonido entrara, o saliera. Sin perder tiempo, César preparaba tintas de variados colores, guantes y mascarilla quirúrgicos.

Pasó la mirada sobre un acetato plástico con datos generales acerca de Adriana: primer tatuaje, cero enfermedades; ningún piercing aún, pero el día era joven. Con su ronroneo el autoclave esterilizaba las partes móviles del aparato que sujetaba la aguja, lista para salir de su empaque al vacío. Arrojando el acetato fue por agua fresca que sirvió en vasos hechos con barro.

Su taller, decía César, era el último que trabajaba la antigua escuela.
Ahora bastaba escanear el diseño, o crearlo en computadora, colocarse bajo un brazo mecánico y dejarse marcar como mercancía. A cada movimiento que hacía, por más pequeño e insignificante que fuera, Adriana se sentía diferente. Podía contar las veces que la aguja bañada en tinta picaba su carne. Frente al sillón donde estaba sentada dando la espalda a César, un arcoiris hecho de peces flotaba con cadenciosa pereza, contenidos en una pieza de cristal sostenida del techo con enredaderas.

Identificó el último piquete, la mariposa jamás se iría de su lado. Le pidió la
respuesta cuando terminó el tatuaje. Es una frase que indica el final del camino para César, y como cada final encierra un principio, este pertenecía a Adriana, el inicio de su turno como guía de los últimos artistas tatuadores.
La frase también decía quién llegaría a suplirla en un futuro, descubriéndolo por medio del acertijo, el cual cambia con cada nuevo relevo. Y si hubiera hecho trampa en su respuesta, el tatuaje abriría su carne tocando una sinfonía de dolor, con el gran final de una cicatriz imposible de borrar. Al salir ambos, las personas estaban en la misma posición cuando Adriana entró a la habitación, así era como asimilaba cada uno el cambio de su guía, sin despedidas. César explicó a Adriana que al irse, empezaría a comprender su
papel, mientras desaparecía lentamente al confundirse con el mar revuelto de personas.

Al subir las escaleras Adriana sintió germinar un recuerdo desde su espalda.







Comments: Publicar un comentario



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?