29.1.04

Esa mañana despertó con la idea de llamarse Agustín.

Su nombre anterior no importaba y este significaba al menos un cambio en la rutina. Con el polvo que se metía sin permiso por las grietas de la casa, cubriéndolo e irritando su nariz, desistió de quedarse más tiempo acostado. El hambre le recordó donde había dejado las trampas. Lanzó un escupitajo que cambió de color al tocar la tierra pedregosa; por su puntería, creyó que el día frente a él no sería tan malo como el resto de su vida.


Solo habían quedado dos climas: calor agobiante secando labios y lengua hasta partirlos, chupando hasta el recuerdo de la humedad; y el crudo frío quemando la piel azulada sostenida en huesos adoloridos.
El ventarrón polvoriento del aliento del diablo azotaba con los últimos días calurosos, silbando rencor. Cubría grandes extensiones siempre cambiando los alrededores, como si fuera la única broma que podía hacerse a las sombras errantes de los hombres. Arrastrando su raquítico peso Agustín salió a revisar las trampas armado con un trozo de acrílico dentado a modo de puñal. No tardó mucho pues había sido otra mala noche; en el total de trampas colocadas, apenas dos ratejos casi tan flacos como sus brazos gruñían dando de topes contra las rejas. Los animales escaseaban, hasta la raza híbrida de ratas y conejos estaba diezmada, buscando escondite en lo
profundo de las grutas y restos de edificios. Les rompió el cuello, ató sus colas y se las echó al cuello; los ojos inmóviles de los ratejos le apuntaban.
El optimismo provocado por el escupitajo disminuyó en Agustín en una
proporción inversa a su hambre.


Vio bajar el aliento del diablo acariciando las montañas con su cargamento de
polvo. Agustín sabía que no regresaría a tiempo al refugio, el viento venía directamente a él, al encuentro evadido por años. Sabía que en sus entrañas de piedra y desperdicio viajaban los restos de la tribu, desgarrados por las ráfagas de escombros que el aliento llevaba como trofeos al recorrer la tierra. En algo se parecían, ambos nunca estaban mucho tiempo en el mismo sitio. Siempre estaban inquietos, moviéndose, tratando de ser algo diferente, adaptándose. Hurgaban en las partes que ya no daban más cosas útiles para subsistir, pero el aburrimiento no era una opción. Sintió algo en los huesos de su columna que casi le dibuja una sonrisa, una sensación de abrigo al ver un hoyo al lado del camino y la posibilidad de evadir ese aliento otra vez.
Se quedó ahí sin interesarse por cuanto tiempo pues no conocía ese concepto, una de tantas reliquias sin valor del antiguo mundo.

De regreso a las ruinas que eran su casa, removió las cenizas y sopló en ellas. Su aliento de dientes podridos infló una fogata suficientemente pequeña para las presas. Las abrió en canal y tiró la piel pues era áspera e insuficiente para cubrirlo. Puso los cuerpos sobre una parrilla de automóvil maloliente y grasienta, donde hubieran cabido por lo menos otros diez ratejos.

Alzó la vista al cielo de azul vacío, ardiente y sin nubes que lo mancharan. Ese día sobraría espacio en la parrilla y en su estómago.

Comments: Publicar un comentario



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?