3.1.04

No lo hallabas por mucho que miraras el horizonte buscándolo, la calle parecía no tener fin.
Fui a donde mi hermano escogía con paciencia infinita varias naranjas que metía en un costal. Parecíamos ser las únicas personas en el mundo, incluido el dueño de las frutas. Aspiré los aromas mezclados de la frutería y tomé la primer naranja a mi alcance. Son doscientos dijo el dueño pues llevan ciento un naranjas y la oferta es solo por cien. Con la mirada mi hermano ordenó que la devolviera.
Yo cargaba el costal a través de una neblina blanca como la leche que descendía sobre los edificios obteniendo del cemento y el hormigón un brillo perturbador. Prometí no olvidar el compromiso cuando nos despedimos. Tomé la acera derecha aún sin extrañarme por no ver más gente. Conocer la hora se me antojaba como un privilegio y lo descarté. Entré a una casa de ventanas y banqueta pequeñas, inexistentes casi; puerta negra de cerrojo sencillo. Me esperaba viendo los libreros vacíos como si estuvieran llenos. Su vestido azul parecía de una moda que permanecería siempre vigente puesto en ella. Dejé el costal en el piso. Volteo a verme y se quitó el saco, también azul, mostrando el gris inerte de su blusa sobre un abdomen prominente. Mientras sonreíamos solo pude decir acercándome, estás embarazada. Respondió que ojalá la sorpresa no me hiciera olvidar el compromiso.
Yo había olvidado todo lo que estaba fuera del abrazo en que estábamos ocupados.
Incluso, olvidé nuestros nombres y el de la ciudad.

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