19.4.04

Debes recoger el paquete en uno de esos lugares donde venden todo menos lo que necesitas realmente. Entregas tu contrarecibo al dependiente quien sin verlo va al fondo del local pasando entre cajas y estantes llenos de más cajas, todo acomodado por una lógica ajena a tu entendimiento.
Una mujer con pocas canas y muchos años en su cuerpo, vestida a la usanza de modas condenadas al olvido, llega con intención de recoger algo también. En una mano más delgada y marchita que la otra lleva su contrarecibo. Mirando el pasillo pregunta con pena si no hay alguien que atienda, le dices cualquier cosa antes de seguir esperando al dependiente, de quien por cierto no recuerdas rasgo alguno. El tiempo pasa inflando la tardanza. La mujer mira hacia fuera y tocas con los nudillos en el mostrador. No tienes más cosas por hacer solo quieres llevarte lejos el paquete. Desesperada da un golpecito en el piso y camina al interior. La sigues. Cuando golpeó el piso notaste que un silencio profundo se había instalado por doquier.
Recorren todo el lugar varias veces. No hay gente. Pateas unas cajas, están vacías. Poco después, al pasar otra vez por ahí descubres que están en su sitio. Sin ayuda logras bajar unas cuantas colocadas en los estantes superiores, compruebas con creciente incomprensión que también están vacías. Dejas que resbalen de tus manos al escuchar los gritos de la mujer, parecidos al rechinido de uñas contra un pizarrón.
Te vas, un par de veces volteas esperando ver a alguien, nada pasa. Empiezas a trotar guiándote por sus gritos cada vez más débiles; luego corres tan rápido como puedes y al callarse, agotados los dos, la encuentras hincada junto a una puerta entreabierta. Te acercas con intenciones de abrirla pero ella con un ademán suplicante se niega. Propones regresar al mostrador y miles de botellas rotas a la vez son su carcajada.
Tras la puerta, imponente, está la ciudad. Además del silencio no hay nadie más.
Decides irte y dejarla ahí. Ella no te sigue.

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