30.10.04

Cuando reaccioné, el dolor recorría sin prisa mi cabeza. Un cuerpo, como el de cualquiera, estaba tirado a mis pies, inerte en un charco de sangre y otras porquerías que solo pueden hallarse en la calle. El dolor era la prueba irrefutable de que había hecho algo muy serio. En una mano sujetaba una pluma que goteaba una mezcla de sangre y tinta, la punta se había roto y el pedazo faltante estaba justo en medio del cuello de la persona a mis pies. Ha pasado el tiempo, ignoro cuanto exactamente, y al igual que los demás tampoco yo sé por qué ni como fue que destrozé su rostro, el cuello y parte del pecho con mi pluma favorita.
Para algo así cargo siempre con el instrumento adecuado.

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